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Despidiendo este enero

 El día está gris, me despierto y Pablo duerme a mi lado, moverme me parece un crimen porque sería perturbar la anestesiante paz de lo único que descansa en mi mundo, con cada movimiento pierdo una gota de sueño. Decido esperar un poco y apenas sin girarme agarro el teléfono, atiborrado de mensajes consultando como estoy hace que el pánico saque una mano de debajo de la cama y me asfixie. No me interesa escuchar ninguna condolencia, este es un nuevo duelo. Estoy doliendo un sueño. Hace una semana escribía desde la felicidad que había olvidado que podía sentir, hoy no puedo ni leerme. Tengo contracciones pero el cuerpo todavía no se entera del todo, no sé si es muy lento o muy tonto, así que todavía tengo nauseas matutinas, los ojos de Pablo pasaron de rasgados a redondos de tanto mirarme con preocupación así que esbozo una sonrisa cuando me tiende el café. El día sigue gris, pero de tan gris es blanco, intento leer una novela pero siento que no dice nada, agarro a Pessoa del esta

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 De a ratos el duelo parece infinito, de a ratos veo el vacío y pienso en encontrarte de nuevo. De a ratos me canso, me enojo, me hastío y quiero herir a todo lo que ríe porque no tiene tu risa. De a ratos dejo de escribir porque las palabras están desteñidas si no las entona tu dulzura. Y no hay sabiduría en una cana, ni inocencia en un diente flojo si tu mirada no lo aprueba. Se acaba otro invierno, el engranaje sigue detenido, despojos de una fábrica, la vida en bancarrota. 

De contemplar el mar.

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 Hace tantito más de un año, escribí desde mi más vulnerable enredo que quería zambullirme en la mirada que prometía una apostólica mañana.  Hoy desde dentro te observo en la calma del silencio, de sólo verte puedo escuchar como el mar golpea el acantilado y todos esos cientos de gotitas a veces como agujas, otras como caricias, se agolpan y me atraviesan en una gigantesca ola, sabe a sal (y amanece). Hoy la vida vuelve a parecerse un poco al sol.

magnolias invisibles.

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 Enfrentar el teclado: una de esas acciones diarias que se convirtió en un fantasma que acecha en silencio en una esquina de la habitación. Uno que no es ese tipo de fantasma que encarniza un vestido favorito que ya no te entra y acumulás en el ropero, es enfrentar el vacío.  Pararse en la nada y sentirla, es de alguna forma como el duelo y quizás es eso mismo. En la primer escena hacés pequeños chistes, no estás muy consciente y todo el mundo te mira con lástima, te llenan de correspondencias con condolencias que de momento no te importan. Todo parece una presencia abrumadora, pasan los días (y los meses) y lo que era una multitud de personas se transforma de a poco en una multitud de sentimientos que se agolpan y se atoran ahí, en ese pedazo de la garganta que duele al tragar.   La vida sigue y la observás, pero ella no se detiene a observarte enredada entre las cerdas del cepillo que te impide arreglarte un poco y salir a acompañarla. Escribo sin la cadencia, si la chispa, sin mí. D

Malea sobre Migliara.

        Derribada por esta actitud de empatía maternal, la necesidad primitiva de zurcir calcetines, la costumbre absurda de querer repararles alas rotas a pájaros muertos y una colección infinita de taxidermia entre los muros de mi septo. Observo y apenas parecen dormidos... tengo una galería de hermosos ejemplares en cajas de cristal y ya no me apetece cepillar sus cabellos.          Me doy u na zambullida en el caos donde me desarmo en pedazos inconexos, desvarío en letras, en prosa libre, en sal de mar que brota por mis ojos mientras un grillo silba incongruente en el invierno y mi boca traga esta puta angustia que va y viene de mi garganta, que cobra caro y reclama entrega. Vuelvo a las criaturas petrificadas, a sus miradas frías, al principio de lo que quería contarte cuando encontré esa postal sin destino. Quizás, en el fondo, sólo quiero cepillar sus cabellos. -----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Otra puesta de sol.

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Casi treinta cartas atravesaron el océano con la esperanza absurda de hacer enmiendas. Viajaron treinta bombas de un buzón a otro, explotaron en el momento exacto en melopeas de cuando caminábamos por las calles de invierno en las primeras vacaciones. Si era malo para el sol, o si moríamos en veneno, si las sábanas eran de seda o si el destino estaba marcado desde el comienzo, nosotros decorábamos nuestras calles con total indiscreción. Las casi treinta cartas no fueron suficientes para quitarme de la monotonía del encierro forzado, entonces me enviaste una cinta anónima, de esas que colecciono en mis cajones. Eso me arrastró a este arrebato de letras tecleadas como golpes de granizo en la peatonal nocturna de la ciudad. Apelar a la elasticidad de mis fibras, a la vibración que surge de mi melancolía, a las cualidades plásticas de mi perdón (que cuando llega es absoluto) a través del anonimato fue esta vez un tanto efímero. El cielo está pintado e inmóvil, al plenilunio le antecede e

la cascada

 Quisiera escapar buceando de las profundidades de este mar aciago de azules desesperanzas, de cavernas cianóticas y peces de tres ojos.  Quisiera dejar de escribir desde el vacío y hacerlo desde la libertad, que se corte esta soga que me toma gentilmente por la cintura y a la que me aferro con tanto ahínco , y dejar de repetirme para no volver sobre mis pasos.  Que los días sean de nubes y que la niebla me haga elegir un camino equivocado, montar el lomo de un cansado animal, sudar porque me queman la piel los rayos del sol y saltar desde la cascada que no salté cuando pude hacerlo.   Destruir las estructuras que dicen más de mí que yo misma.  Conservar mi nombre, perfumar mis mañas.  Dejar de amanecer cuando el sol descansa.  Zambullirme en la mirada que promete esta apostólica mañana. Magdalena.